Cada diciembre, México se transforma en un inmenso camino de fe. Desde los primeros días del mes, un río humano comienza a avanzar hacia el norte de Ciudad de México, donde se levanta la Basílica de Guadalupe. A pie, en bicicleta, en caravanas de buses o camiones, millones de personas emprenden una peregrinación que no se detiene ni de día ni de noche y que alcanza su punto más alto cada 12 de diciembre, fecha en la que se conmemora la aparición de la Virgen de Guadalupe.
Las carreteras colapsan, los barrios cercanos al santuario se cierran y el flujo de fieles parece inagotable. Solo en esta fecha llegan millones, pero durante el resto del año la devoción no descansa. Se estima que alrededor de 20 millones de personas rezan anualmente frente al altar de la Basílica, convirtiéndola en el segundo santuario católico más visitado del mundo, después de San Pedro en Roma.

Más allá de lo religioso, la Virgen de Guadalupe es uno de los símbolos más profundos de la identidad mexicana. Para amplios sectores de la población, su figura representa una fe cercana, cotidiana y profundamente arraigada en la vida popular. Así lo explica el sociólogo y estudioso de las religiones Bernardo Barranco, quien señala que esta devoción refleja una espiritualidad vivida desde lo sencillo, desde la familia, la fiesta, la peregrinación y las expresiones culturales que conectan la fe con la experiencia diaria del pueblo.
La historia que dio origen a esta veneración se remonta a diciembre de 1531. Según la tradición católica, el indígena Juan Diego Cuauhtlatoatzin caminaba hacia el mercado de Tlatelolco cuando, al pasar por el cerro del Tepeyac, se encontró con una mujer rodeada de luz que se identificó como la Virgen María. Ella le pidió que solicitara al obispo Fray Juan de Zumárraga la construcción de un templo en ese lugar.
Ante la incredulidad del obispo, Juan Diego recibió nuevas apariciones y, como prueba, encontró rosas frescas en la cima del cerro, algo imposible en esa época del año. Al llevarlas en su ayate, la imagen de la Virgen quedó impresa en la tela, dando origen a una devoción que, con el paso de los siglos, se convirtió en parte esencial de la historia de México.

Aunque la narración ha sido objeto de debates históricos y algunos investigadores han cuestionado la existencia de Juan Diego o la ausencia de registros escritos del obispo Zumárraga, el impacto cultural de la Guadalupana es incuestionable. Su imagen acompañó momentos decisivos del país, como el inicio de la Independencia en 1810 con el estandarte de Miguel Hidalgo, la Revolución Mexicana con las tropas de Emiliano Zapata y, más recientemente, los movimientos migratorios hacia Estados Unidos.
Hoy, la devoción trasciende fronteras. En ciudades como Los Ángeles, Chicago o Atlanta se realizan celebraciones en honor a la Virgen, y desde 2001 miles de migrantes participan en la Carrera de la Antorcha Guadalupana, que recorre el trayecto entre la Basílica de Guadalupe y la catedral de San Patricio en Nueva York, llevando una llama encendida como símbolo de fe y esperanza.
La fuerza de esta devoción también se manifiesta en los momentos más difíciles. Tras tragedias como el terremoto de 1985, la crisis económica de 1995 o los sismos de 2017, millones de personas acudieron a la Basílica buscando consuelo y protección. Para muchos mexicanos, incluso para quienes no se consideran católicos practicantes, la identidad guadalupana sigue siendo un punto de encuentro espiritual y cultural.
Así, a casi cinco siglos de aquellas apariciones en el Tepeyac, la Virgen de Guadalupe continúa siendo más que una figura religiosa. Es memoria, refugio y símbolo de unidad para un pueblo que, año tras año, renueva su fe caminando hacia ella.


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