Hace un año se iniciaron las importaciones de gas natural para abastecer la demanda de los segmentos esenciales, y con ello llegaron nuevos aumentos en las facturas del servicio. Por primera vez en décadas, Colombia, un país con recursos suficientes para atender su propia demanda y asegurar su futuro energético, volvió a depender del gas externo, a costa de la economía de los hogares, una creciente vulnerabilidad frente a los precios internacionales y una pérdida preocupante de soberanía en la gestión de sus recursos.
Como era de esperarse, las tarifas del servicio de gas han registrado incrementos significativos, impulsados no solo por el alto costo del gas importado, sino también por los gastos asociados al transporte, la logística y la infraestructura requerida para llevar este recurso desde los puntos de entrada hasta los centros de consumo. De acuerdo con el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el servicio de gas ha aumentado más de un 13% desde octubre de 2024, convirtiéndose en el servicio público que más presión ejerce sobre el costo de vida de los colombianos y aportando 0,12 puntos básicos a la inflación total.
Lo más preocupante es que, hasta el 30 de noviembre, los mayores costos aún no se habían trasladado a los usuarios debido a que seguían vigentes contratos de suministro firmados a precios más bajos. Ese “amortiguador” ya se agotó, y el nuevo escenario anuncia impactos mucho más fuertes en las tarifas. La región Caribe sería una de las más afectadas, no solo por el incremento directo en el servicio de gas, sino porque los altos costos también terminarán golpeando el servicio de energía eléctrica: una parte importante del parque de generación térmica del país depende de este combustible. En otras palabras, el encarecimiento del gas amenaza con desencadenar un efecto dominó que podría agravar aún más el costo de vida en una de las zonas con mayores vulnerabilidades socioeconómicas del país.
La caída sostenida de la producción interna, que no da señales de recuperación, ha incrementado la necesidad de importar gas y ha puesto una presión creciente sobre la infraestructura existente. En mayo, la producción nacional alcanzó su nivel más bajo en una década, con apenas 800 millones de pies cúbicos por día, lo que representa una contracción cercana al 18,1 % frente a las cifras de 2024. Las proyecciones para el próximo año tampoco son alentadoras; recientemente Fitch Ratings advirtió que para el 2026 habrá un déficit del 12%, que en 2027 podría ampliarse a un preocupante 27%.
En una investigación de Fedesarrollo, se estableció que en un escenario en el que la canasta esté compuesta exclusivamente por gas importado, los aumentos en ciudades como Bogotá, Medellín y Bucaramanga podrían oscilar entre el 89 % y el 91 %. Este panorama no solo evidencia la enorme brecha de costos entre el gas nacional y el adquirido en mercados internacionales, sino que también anticipa una presión insostenible sobre los hogares urbanos, donde el gas es un servicio esencial para cocinar, calentar agua y mantener pequeñas actividades productivas.
De materializarse estos escenarios alarmantes, el país registraría un fuerte retroceso en los índices de pobreza energética, ya de por sí vergonzosos. La inminente presión en el costo de vida producto de la importación del energético amenaza con aumentar las brechas de acceso a los servicios públicos, y sumir a miles de familias en el nefasto ciclo de la pobreza. Lo que está en juego no es solo la estabilidad tarifaria, sino la posibilidad misma de que millones de colombianos vivan con dignidad.
Las familias colombianas están pagando el precio de políticas erradas y del abandono de un sector tan estratégico como el minero-energético. El país necesita con urgencia una política energética sólida, coherente, técnica y transparente, que priorice la autosuficiencia, proteja a los usuarios y deje de trasladar al bolsillo de las familias los costos de decisiones improvisadas o mal planificadas por el Ejecutivo.


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